LA MUERTE DE LA PALABRA


La palabra es la posibilidad de comunicar, hecha materia. Casi palpable, totalmente visible y con el sonido justo de la expresión. Sensibiliza y transforma el decir y el receptar.
Para un periodista es una herramienta de trabajo. Para un hombre (esto incluye a los periodistas, por supuesto) es un derecho imposible de restringir, inalienable como se gusta expresar desde hace un par de siglos.
Thomas Hobbes decía que todos cedemos todos nuestros derechos al Estado (El Leviatán) para que los administre mediante las leyes. El único derecho que no cedemos es el de expresarnos libremente. Si el Estado Soberano se porta mal con nosotros tenemos, al menos, que ¡poder quejarnos!
El problema comienza cuando no sabemos cómo quejarnos, cuando no nos damos cuenta que tenemos que quejarnos, o cuando directamente ni sabemos lo que significa quejarnos.
Desde mediados del siglo XVIII hasta mediados del silgo XX, el hombre logró conquistar cierto equilibrio social en base a la igualación. Identidad y diferencia dentro del conjunto decía Cornelius Castoriadis. Democracias, Monarquías Parlamentarias, Revoluciones, Socialismos. El hombre comenzó a participar -en conjunto- del conocimiento, el saber y la palabra. Y el ejemplo más claro fue la Educación laica, estatal, gratuita y hasta obligatoria. El resultado más importante para Argentina era que nos llamen la Francia de Latinoamérica por la oferta cultural y el nivel de instrucción y educación de quienes lograban avanzar en los estudios. Llegar a ser maestro era plantarse en un lugar -dentro de la sociedad- de prestigio, de saber, de respeto. El maestro no sólo era el individuo al cual se le confiaba la educación escolar de los hijos sino que era una persona con un interesante pasar económico y con buenas posibilidades de mejorar la posición educativa de la generación siguiente a la suya.
Pero el Estado, ese monstruo bíblico todopoderoso con el que lo comparó Hobbes, encontró en la segunda mitad del siglo XX la manera de romper ese preconcepto (y por supuesto que también destrozar el hecho): degradó los programas de estudio y comenzó a depreciar el valor del salario docente. De este modo logró igualar, pero hacia más abajo a quienes ya estaban abajo.
Hoy un docente debe trabajar dos y hasta tres turnos; y en el caso de profesores, movilizándose varias veces en el día hacia diferentes establecimientos; para tener un salario digno. Todo el día dictando clases para ganar un “buen” sueldo (¿¿¿$6000???).
Si el docente llega a su casa entre las 20 y las 22 horas… ¿Cuándo corrige las evaluaciones? ¿Cuándo prepara las clases? ¿Cuándo consigue el material didáctico? O… ¿Cuándo tiene momentos de ocio? ¿Cuándo descansa? Todas las preguntas tienen la misma respuesta: NUNCA.
Supongamos que el docente consigue superar el castigo que le impone el Estado de esta forma: trabaja todo el día. Pero no evalúa, no prepara clases o no descansa y no tiene ratos libres. Los perjudicados terminan siendo los alumnos.
Numeramos: como mínimo un docente trata –diariamente- a razón de 40 alumnos por turno, hay cerca de 850 mil docentes y más de 15 millones de chicos escolarizados. La mayoría de ellos recibe una educación pésima o peor…
Lo que se viene: Hombres sin conocimientos, sin saberes, sin posibilidades expresivas y futuros docentes que van a enseñar  peor aún a sus alumnos y que tendrán salarios todavía más bajos, justamente por que su trabajo no es bueno. A la larga, el castigo del Estado al docente se logra igual… Pero ahora ni sabe cómo quejarse. Perdió la palabra. Murió la palabra.

Decíamos que para el periodista la palabra es una herramienta. Durante todo el trayecto que implica la preparación Universitaria o Terciaria de quien ejerce el periodismo (Carreras miles y muy variadas: Comunicación, Periodismo, Producción, Derecho, Ciencia Política, etc.), así como también la formación en el trabajo diario, implica aprender el manejo de la palabra. La palabra para informar, la palabra para comunicar, la palabra para convencer, la palabra para denunciar, la palabra para preguntar.
Y otra vez el Estado, pero esta vez con la complicidad de los empresarios de la comunicación  (que les da lo mismo tener una cadena de verdulerías que una red de medios, siempre y cuando el rédito sea bueno…). En este caso, el oficio de periodista es mucho más versátil que el de maestro. Muchos ingresaron en esta tarea porque eran dactilógrafos y podían escribir rápido con una redacción fluida. Luego, cuando le tomaban el gustito, se transformaban en los mejores en el arte de preguntar y redactar la respuesta, casi con instantaneidad. En seguida aparecieron las escuelas y después la facultades. Los títulos Terciarios y los Universitarios.
Pero más allá de títulos, los periodistas eran tipos curiosos. Lectores avezados, indagadores implacables, seres con un “cacho de cultura”. Hasta que la televisión los transformó en estrellas. Y ahí se pudrió todo. Entre la posibilidad de la fama y la poca instrucción de las nuevas generaciones estaba el caldo de cultivo propicio para matar nuevamente a la palabra.
Las luces, las alfombras, los carteles, la popularidad y la gloria eran las promesas del Empresario de Medios (o verdulero) para cada periodista que contrataba, cada vez a más bajo costo. Hasta que “pagaba más” poner a cualquiera, cuya imagen sea potable o estéticamente bella, por sobre alguien –sin esas características o con ellas- que posea saberes, posición crítica, criterio profesional y cuidado en La Palabra (con mayúsculas). Total… ¡Si nadie entiende nada!
Se baja la calidad de la información, de lo que se presenta como noticias, de la oferta comunicacional y, por supuesto, de los que trabajan con ellas, para que estén más acorde con la realidad y las características de la educación actual.
Pregunten a cualquier periodista cuál es su salario… Un porcentaje muy alto no lo quiere decir por que le da vergüenza (muchos de ellos, creyéndose estrellas…). Pero el grueso de los trabajadores de prensa gana la tercera parte de lo que un camionero cobra como sueldo. ¡No es joda! Un dato muy vigente y que pinta el futuro de los medios de acá a cinco o diez años.
Los periodistas, los trabajadores de la palabra, van a tener que tener tres labores diarias cumpliendo horarios para tener un salario digno. Entonces… ¿Cuándo se relacionan con las fuentes? ¿Cuándo investigan aquello que pretende denunciar? ¿Cuándo analizan el material y lo editan? ¿Cuándo publican lo que investigaron? Aquí también la respuesta es una y la misma: NUNCA.
Pierden la capacidad y las posibilidades de expresión, se ven restringidos en el decir, pierden la palabra.
Supongamos que aquí también el periodista logra superar el castigo de un Estado que no lo protege como trabajador y de un Medio de Comunicación al que ya no le importa el profesionalismo de sus empleados: Trabaja en tres lugares todo el día y logra un sueldo digno: Vende humo y muchos compran.
Los perjudicados somos todos. Nadie se puede quejar.
Otra vez matamos la palabra.
Que en paz descanse…