sábado, 11 de diciembre de 2010

Vida de Emergencia

Hacía mucho tiempo que no sentía miedo. Esa sensación de desamparo y desprotección total, cuyo último recuerdo vívido se remonta también a un mes de Diciembre pero de 2001. Hace nueve años.
Soltero aún, volvía a mi casa en el conurbano bonaerense y cruzaba, cada diez o quince cuadras, una barricada con fuego realizada por vecinos que -armados con palos, armas blancas o de fuego- esperaban que habitantes de alguna “Villa” intentaran ingresar al barrio para saquearlos. Y los pobladores de barrios de emergencia hacían lo mismo. Temían lo mismo.
En la calle no había Fuerzas de Seguridad ni ley que regule el accionar de la gente. Los ciudadanos le habían quitado al Estado todo lo que le habían cedido para que éste administre: Derechos, deberes y garantías. Decidían orden, reglas y justicia por sí mismos.
Algo similar me tocó vivir en las últimas horas. Miles de personas. Miles de opiniones. Y la violencia como ley.
La toma de tierras públicas no es algo nuevo. La llegada de inmigrantes que las ocupa tampoco. Desde los Españoles que llegaron a finales del siglo XV e inicios de XVI, pasando por la ola inmigratoria de principios del 1900 hasta el arribo de europeos en la posguerra, fueron acompañadas por reparto de tierras. Al comienzo, para enmarcar una colonia, luego para la producción agropecuaria y más tarde –simplemente- para vivir.
Los primeros conventillos de La Boca fueron casas tomadas tras la epidemia de fiebre amarilla que hizo que los propietarios originales huyeran hacia las casas quintas del norte (desde Palermo hasta San Isidro). Los primeros barrios de emergencia –así se llamaban en esos tiempos- datan de las décadas del 40 y 50, la Villa 31 es una de ellas: Inmigrantes y emigrantes internos vivían en estas casas precarias apenas arribados, para que con los primeros ingresos –luego de incorporarse el mercado laboral que demandaba mano de obra-, intentar alquilar o comprar una vivienda. Incluso en varios partidos del la periferia capitalina, había inmobiliarias que se ocupaban de comprar tierras y realizar los loteos para la conformación de nuevos barrios (Luis D`elía me recordó Kanmar y Tarraubella en La Matanza)
Pero la “vida de emergencia” se extendió en el tiempo (por falta de viviendas, por sobredemanda de empleo) y se transformó en habitual, generando una cultura del barrio precario al que un libro de Bernardo Verbitski del año 1957 le dio el nombre de “Villa Miseria” y luego, escuetamente “Villa”. El nombre de “Villa” hacía referencia a los poblados que, por su cantidad de habitantes, no llegaba a ser una ciudad. El adjetivo Miseria, desgraciadamente, todos sabemos lo que significa.
En la Ciudad de Buenos Aires hay más de veinte villas y la denominada 1-11-14 (que fue la conjunción de tres que se fueron acercando unas a otras con la llegada de más habitantes) es la más grande y peligrosa de la Capital Federal. Está a uno de los márgenes del “Parque Indoamericano”, el segundo pulmón verde (aunque muy descuidado) de Buenos Aires. También están en los alrededores de este parque otras villas: la 20 o Villa Policial (porque ocupa terrenos de un depósito de autos siniestrados de la Policía Federal, al lado de la Escuela de Policía Ramón L. Falcón), la villa Cildañez y el “Barrio” Samoré.
El crecimiento poblacional de estas villas se triplicó en los últimos quince años, no sólo a raíz de las diversas crisis que atravesó (y atraviesa) nuestro país, sino por los problemas que conjuga toda la región; especialmente de los países menos desarrollados del cono sur. También se observa el avance de las viviendas que –dentro de su precariedad- se edifican con hormigón y ladrillos y van ganando altura en la construcción de habitaciones en pisos superiores.
Hay mucha gente con necesidades más allá de su nacionalidad y hay mucho “vivillo” dando vueltas y haciendo negocios con las dificultades de los más desprotegidos. Pero esto tampoco es nuevo. Pasaron gestiones de distintas banderías políticas e ideologías y nadie hizo nada. Ahora –con cuatro muertos, más de treinta heridos, con el parque tomado, los vecinos linderos enfurecidos, cuatro causas judiciales, tres jueces, dos cuerpos de policía ausentes y dos gobiernos en pugna) todos son dueños de la verdad.
Y nadie parece tener conciencia real de la situación. ¡Todos están de campaña proselitista para el año electoral que se viene! ¡La solución es echarle la culpa al otro! ¡Sin acuerdo! ¡Sin diálogo! Siento vergüenza de la incapacidad de la dirigencia que elegimos. De toda. ¿Acaso nadie es capaz de pensar en el bien común más allá de las “máximas ideológicas” o –peor aún- de las “máximas económicas”?
Siento miedo, desamparo, desprotección y falta de representatividad. Los gobiernos parecen ser sólo de los adeptos y congraciados, no de todos los que viven en un país o en una ciudad.
Todos vivimos en emergencia. En la emergencia de encontrar el equilibrio y la sensatez de marcar de cerca a quienes decidimos que administren nuestro espacio, nuestra vida, nuestra paz. De todos.